sábado, 22 de noviembre de 2008

Quema de libros

Los periodistas que ejercimos en los años de la dictadura franquista, tenemos sacralizado el derecho a la libertad de expresión porque durante años nos privaron de ella a golpe de censura y de expedientes administrativos. Escribir en periódicos, entonces, era un dolor tan lacerante y amargo que muchos abandonamos el periodismo genuino para recalar en los sanatorios de los gabinetes de prensa o los departamentos de relaciones externas de multinacionales y grandes empresas. De tener que “escribir al dictado” mejor hacerlo por dinero que por miedo a la cárcel. Lo que no suponía dejar de luchar en la clandestinidad por el santo advenimiento de la democracia.

Pero hoy, de nuevo, hay ramalazos liberticidas en este ámbito de la información. Al casi monopolio de medios que llenan su andorga en los pesebres del poder, hay que añadir los exabruptos que reclaman la quema de libros o la clausura por decreto de emisoras de radio con voces críticas o discrepantes. ¡Quién nos iba a decir que volveríamos a topar otra vez con la censura!

La experiencia pasada nos da autoridad a los veteranos para prevenir a los que no han tenido que sufrir la castración ideológica, sometidos a la tiranía del pensamiento único por razón de la fuerza, en detrimento de la fuerza de la razón. ¡Atención! Delicado y frágil es el armazón de las libertades individuales y de los derechos humanos en general. Conviene velar para que tan valioso bien sea tratado con exquisita delicadeza, a cubierto de cualquier envite espurio o malintencionado.

El análisis que Juan Carlos Escudier ha hecho en El Confidencial. com (22.11.2008) sobre la inquietante situación actual, por lo que respecta a los medios de comunicación social, es clarividente y acertado: “Estamos atrapados en un laberinto sin salida. De un lado, unos estamentos políticos que se arrogan la facultad de adjudicar concesiones en virtud de un pretendido interés público, que en realidad es el suyo propio y el de su objetivo de permanecer en el poder ad calendas graecas; de otro, unos medios que incumplen la función social que tienen asignada en una democracia, a mayor gloria de las cuentas corrientes de sus propietarios y ejecutivos.”

Pero la proclama inquisitorial de Cristina Almeida, deseosa de arrojar a la pira de la más reaccionaria intolerancia los libros de César Vidal, constituye la más bestial acometida a la libertad que se ha hecho en nuestra joven y precaria democracia. Además de dolor, nos hace sentir vergüenza.
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