jueves, 21 de enero de 2021

CHANCAS

Estos últimos días Sayago, con la nieve y la lluvia caída, ha vuelto a los inviernos de antaño, cuando los inviernos no se los comía el lobo. Pero ahora, a diferencia de entonces, a Dios gracias no se embarran las calles y ha desaparecido el badulaque de barro y estiércol  que  las hacía intransitables.

Pero no he debido decir lo de intransitables. Nada menos cierto. Todo el mundo seguía yendo a sus jeras, al no haber más remedio, en afanoso tránsito sobre el lodazal infecto o sobre las duras aristas de los carámbanos. Gracias a un prodigioso y humilde calzado, las gentes podían pisar firme y discurrir con seguridad por tan azaroso piélago. Me refiero a las chancas, un genial invento celta. Sólo con ellas era posible la hazaña. De ahí que todo hijo de vecino calzara un par. Todos los días, a todas horas. Desde el otoño a la primavera. Mayores, mozos y muchachos.

Mi padre, zapatero remendón de Almeida,para su venta en las ferias de la comarca (Bermillo, la ermita de Gracia, Muga, Peñausende) y en su zapatería, en agosto, las comenzaba a fabricar, nada más acabar las fiestas de San Roque, con el fin de tener en  otoño un adecuado remanente de pares de toda la serie de números. Traía de Ledesma el becerro para los cortes. De la tenería de don Pedro Galache (hoy desaparecida), junto a la pesquera, aguas abajo del puente, en la margen izquierda del Tormes. El tal don Pedro era el padre de Dely Galache, mi madrina de bautismo, una guapísima señorita, hija única, que murió de tuberculosis en su más esplendente lozanía juvenil.

Para la fabricación de las chancas, de Galicia le llegaban a Julio Martín las suelas de madera de aliso o de negrillo; esculpidos a máquina el tacón, el rebaje del empeine y la curvatura de la planta del pie. De Castro Caldas (Ourense), de allí venían. Un pueblo gallego que las producía industrialmente, pues, cuando la guerra del 14, las había fabricado a toneladas para exportarlas a Francia.

Mi madre ayudaba cortando los cueros. Colocaba los moldes de cartón sobre la pieza de becerro extendida y, tratando de aprovechar bien el material, dibujaba con jaboncillo los contornos por donde había de cortar. Después hacía los ojales con un sacabocados. Finalmente, mi padre ahormaba y ensamblaba el conjunto de piso y corte, y la chanca quedaba lista. Trabajaban hasta muy de noche y hasta cuando se lo permitían las restricciones de corriente que se padecían en los años de postguerra. Tres parpadeos de la bombilla eran los avisos que anunciaban el corte definitivo de la luz. Si necesitaban continuar trabajando, habían de hacerlo alumbrándose con una lámpara de carburo cálcico, un invento que producía gas acetileno y, mediante una boquilla especial, generaba una potente luz.

Humildes y baratas, pero insustituibles, a las chancas hay que darle sitio en la historia heroica del aquel Sayago de la precariedad. Algunos las hacían durar una eternidad, herrándolas con tachuelas metálicas para que la madera del piso no se desgastara con el uso. En aquellos suelos de lastras o peña viva de los corrales y las casas, su caminar era tan estrepitoso y cerril como el de Frankenstein en una catedral gótica. ¡Música celestial para unos gloriosos tiempos que, aun exentos de  sutilezas, resultaban, sin embargo, fascinantes!