domingo, 11 de enero de 2009

Juan Manuel de Prada

Sé que somos paisanos (zamoranos los dos), comparto ampliamente sus ideas, le admiro mucho como periodista y escritor, me estimula su valentía de católico públicamente confeso y militante, pero no tengo el placer de conocerlo personalmente. Sin embargo, no quiero aguantar las ganas de felicitarlo y aplaudir públicamente su testimonio de amor a la verdad. No es otra la razón de esta nota que hoy escribo, acabado de leer en ABC (sábado 10/01/2009) su artículo La crisis y los principios.

Por mucho que la máquina de engañar se entregue a fabricar trolas y cortinas de humo a destajo (¿se imaginan a los stajanovistas de Zapatero dando a la manivela de la bola, sin parar, en la ex bodeguilla de Moncloa?), por mucho que los que se comprometieron a defenderla abdiquen de ella (¿qué me dicen de la macana del actual PP?), la fuerza de la verdad acabará por imponerse, siempre que al menos uno, un solo hombre honesto, se mantenga fiel al compromiso de anteponer sus principios a los réditos de traicionarlos. Está en la Biblia (Jeremías 5,1) y la palabra de Dios ha de cumplirse.

Esta semana pasada la nieve lo ha cubierto todo. Todo es todo y, por lo tanto, también la información sobre los males de nuestra España, en los medios propagandistas del Gobierno que padecemos, que son casi la generalidad. Las anteriores semanas ha sido otra engañifa y las próximas ha de ser cualquier otra vaina sobre la lujuria de famosos u otros escándalos de alto morbo. Conocida es la artimaña por habitual.

Hay motivos para la esperanza. Ahí está Prada. Un referente: en prensa, en literatura, en su opción de vida. También Luis María Ansón que, sin pelos en la lengua, ha anunciado hoy en El Imparcial: «El Gobierno camina con paso firme hacia el desastre». Es terca la realidad y acaba por imponerse. Pero los periodistas tienen la responsabilidad social de prevenir para evitar a los ciudadanos un largo tiempo de sufrimiento.


«Para un periodista el principio fundamental es buscar la verdad y contarla» Son palabras de Ben Bradlee director del diario The Washington Post, en la época política más turbulenta de Estados Unidos. Él convenció a Katharine Graham, la empresaria, de que era imprescindible, por el honor del oficio, hacer caso a unos jóvenes reporteros, Bob Woodward y Carl Bernstein, que habían visto que algo olía a podrido en el caso Watergate. Un olor, en cualquier caso, menos nauseabundo que las tufaradas fétidas que exhala la podre en la que hoy aquí nos quieren sumergir a toda costa. Y, sin embargo, logró derribar al presidente Nixon, entonces el hombre con más poder en el mundo.

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