Un escritor con cuya sensibilidad me identifico es el portugués Miguel Torga. Al fin y al cabo, ambos tenemos en común haber nacido en las recias tierras por las que, en su discurrir, el padre Duero traza “La Raya” fronteriza, a la que hoy denominamos “Arribes”. Él es nacido en Tras-Os-Montes, yo en Sayago. Un servidor, en la ribera izquierda; él en la ribera derecha del río. Al contrario que nuestras convicciones ideológicas. ¿Importa eso? Él es un gran escritor, yo un pinche de la escritura. ¿Cómo no voy a sentir por ferviente devoción por él?
«Me gustaría —afirma en su Diario—, restituirle a la palabra el alma que le han robado, y que la lengua tuviese en mis manos, además de la mayor gracia posible, una dignidad fuera de toda discusión. Que no hiera la sensibilidad de los demás, y que me testimonie y me responsabilice a mí. Que cada frase sea una seducción y un acto» En una animosa lucha por alcanzar, o al menos acercarme, a este ideal me debato yo, muchas de las horas del día, ante el teclado de mi ordenador. Tratando de acoplar cada palabra en la frase e ir buscando el sentido preciso de cada párrafo para que exprese fielmente lo que deseo que comprenda el lector. Esta es la brega del oficio de escritor. Gloriosa tarea que permite a muchos albergar sentimientos que sin el poder de fascinación de la literatura nunca en su vida hubiera llegado a sentir; ni alcanzar a imaginar por sí solos tantas escenas placenteras o tan dramáticamente dolorosas. Amén de viajes de fábula, paisajes de ensueño, aventuras y quimeras insospechadas y apasionantes.
Recuerdo cómo nació mi pasión por escribir, por la literatura. Nunca podré olvidarlo. Tenía doce años. Estudiaba segundo de bachiller. Era octubre, en el nuevo libro de la signatura Lengua y Literatura Españolas, de José Manuel Blecua, se incluían algunos textos breves y significativos de los escritores que en esta materia eran objeto de estudio. Entre dichas lecturas figuraba el cuento “El miedo” de Valle-Inclán. Estudiaba yo utilizando como mesa la máquina de coser “Sigma” de mi madre, en la habitación que mis padres usaban como dormitorio en la zapatería de Almeida. Comencé a leerlo en una pausa de las pausa que solía hacer para refrescar mis neuronas. De inmediato quedé prendido en el hechizo de la exuberante y evocadora prosa de Valle. No leía; vivía, sentía y padecía como… ¿Qué digo? Era. Yo era granadero en el Regimiento del Rey y allí estaba, por expreso deseo de mi madre, en la capilla del Pazo a la espera del Prior de Brandeso para que me oyera en confesión, antes de incorporarme a mi guarnición. Todas las sensaciones que la narración transmitía magistralmente se dejaban sentir ostensiblemente en mi ánimo de lector absorto y entregado. Absolutamente subyugado por el poder trascendente de la palabra justa y la frase evocadora del genial escritor gallego, pasé de vivir la soledad de aquella capilla solitaria y en penumbra, en la que la presencia próxima de lo sagrado era ostensible, al “largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo” que llevó al prior a negarme la absolución. Pude visualizar cada escena como total realismo, con rotunda presencia. Los sonidos, las personajes, el hálito de misterio circundante…
¡Todo ello hecho realidad con sólo signos impresos con tienta negra sobre un papel blanco! Se había producido un portento extraordinario y yo quedé ya para siempre convertido en esclavo irredento del supremo poder creativo de la escritura. Y ahí sigo.
«Me gustaría —afirma en su Diario—, restituirle a la palabra el alma que le han robado, y que la lengua tuviese en mis manos, además de la mayor gracia posible, una dignidad fuera de toda discusión. Que no hiera la sensibilidad de los demás, y que me testimonie y me responsabilice a mí. Que cada frase sea una seducción y un acto» En una animosa lucha por alcanzar, o al menos acercarme, a este ideal me debato yo, muchas de las horas del día, ante el teclado de mi ordenador. Tratando de acoplar cada palabra en la frase e ir buscando el sentido preciso de cada párrafo para que exprese fielmente lo que deseo que comprenda el lector. Esta es la brega del oficio de escritor. Gloriosa tarea que permite a muchos albergar sentimientos que sin el poder de fascinación de la literatura nunca en su vida hubiera llegado a sentir; ni alcanzar a imaginar por sí solos tantas escenas placenteras o tan dramáticamente dolorosas. Amén de viajes de fábula, paisajes de ensueño, aventuras y quimeras insospechadas y apasionantes.
Recuerdo cómo nació mi pasión por escribir, por la literatura. Nunca podré olvidarlo. Tenía doce años. Estudiaba segundo de bachiller. Era octubre, en el nuevo libro de la signatura Lengua y Literatura Españolas, de José Manuel Blecua, se incluían algunos textos breves y significativos de los escritores que en esta materia eran objeto de estudio. Entre dichas lecturas figuraba el cuento “El miedo” de Valle-Inclán. Estudiaba yo utilizando como mesa la máquina de coser “Sigma” de mi madre, en la habitación que mis padres usaban como dormitorio en la zapatería de Almeida. Comencé a leerlo en una pausa de las pausa que solía hacer para refrescar mis neuronas. De inmediato quedé prendido en el hechizo de la exuberante y evocadora prosa de Valle. No leía; vivía, sentía y padecía como… ¿Qué digo? Era. Yo era granadero en el Regimiento del Rey y allí estaba, por expreso deseo de mi madre, en la capilla del Pazo a la espera del Prior de Brandeso para que me oyera en confesión, antes de incorporarme a mi guarnición. Todas las sensaciones que la narración transmitía magistralmente se dejaban sentir ostensiblemente en mi ánimo de lector absorto y entregado. Absolutamente subyugado por el poder trascendente de la palabra justa y la frase evocadora del genial escritor gallego, pasé de vivir la soledad de aquella capilla solitaria y en penumbra, en la que la presencia próxima de lo sagrado era ostensible, al “largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo” que llevó al prior a negarme la absolución. Pude visualizar cada escena como total realismo, con rotunda presencia. Los sonidos, las personajes, el hálito de misterio circundante…
¡Todo ello hecho realidad con sólo signos impresos con tienta negra sobre un papel blanco! Se había producido un portento extraordinario y yo quedé ya para siempre convertido en esclavo irredento del supremo poder creativo de la escritura. Y ahí sigo.
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