Estos
últimos días Sayago, con la nieve y la lluvia caída, ha vuelto a los inviernos
de antaño, cuando los inviernos no se los comía el lobo. Pero ahora, a
diferencia de entonces, a Dios gracias no se embarran las calles y ha
desaparecido el badulaque de barro y estiércol
que las hacía intransitables.
Pero no he debido decir lo de intransitables. Nada
menos cierto. Todo el mundo seguía yendo a sus jeras, al no haber más remedio,
en afanoso tránsito sobre el lodazal infecto o sobre las duras aristas de los
carámbanos. Gracias a un prodigioso y humilde calzado, las gentes podían pisar
firme y discurrir con seguridad por tan azaroso piélago. Me refiero a las
chancas, un genial invento celta. Sólo con ellas era posible la hazaña. De ahí
que todo hijo de vecino calzara un par. Todos los días, a todas horas. Desde el
otoño a la primavera. Mayores, mozos y muchachos.
Mi padre, zapatero remendón de Almeida,para su venta
en las ferias de la comarca (Bermillo, la ermita de Gracia, Muga, Peñausende) y
en su zapatería, en agosto, las comenzaba a fabricar, nada más acabar las
fiestas de San Roque, con el fin de tener en otoño un adecuado remanente
de pares de toda la serie de números. Traía de Ledesma el becerro para los
cortes. De la tenería de don Pedro Galache (hoy desaparecida), junto a la
pesquera, aguas abajo del puente, en la margen izquierda del Tormes. El tal don
Pedro era el padre de Dely Galache, mi madrina de bautismo, una guapísima
señorita, hija única, que murió de tuberculosis en su más esplendente lozanía
juvenil.
Para la fabricación de las chancas, de Galicia le
llegaban a Julio Martín las suelas de madera de aliso o de negrillo; esculpidos
a máquina el tacón, el rebaje del empeine y la curvatura de la planta del pie.
De Castro Caldas (Ourense), de allí venían. Un pueblo gallego que las producía
industrialmente, pues, cuando la guerra del 14, las había fabricado a toneladas
para exportarlas a Francia.
Mi madre ayudaba cortando los cueros. Colocaba los
moldes de cartón sobre la pieza de becerro extendida y, tratando de aprovechar
bien el material, dibujaba con jaboncillo los contornos por donde había de
cortar. Después hacía los ojales con un sacabocados. Finalmente, mi padre
ahormaba y ensamblaba el conjunto de piso y corte, y la chanca quedaba lista.
Trabajaban hasta muy de noche y hasta cuando se lo permitían las restricciones
de corriente que se padecían en los años de postguerra. Tres parpadeos de la
bombilla eran los avisos que anunciaban el corte definitivo de la luz. Si
necesitaban continuar trabajando, habían de hacerlo alumbrándose con una
lámpara de carburo cálcico, un invento que producía gas acetileno y, mediante
una boquilla especial, generaba una potente luz.
Humildes y baratas, pero insustituibles, a las chancas
hay que darle sitio en la historia heroica del aquel Sayago de la precariedad.
Algunos las hacían durar una eternidad, herrándolas con tachuelas metálicas
para que la madera del piso no se desgastara con el uso. En aquellos suelos de
lastras o peña viva de los corrales y las casas, su caminar era tan estrepitoso
y cerril como el de Frankenstein en una catedral gótica. ¡Música celestial para
unos gloriosos tiempos que, aun exentos de sutilezas, resultaban, sin
embargo, fascinantes!
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